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"Something is wrong" dijo el Indio Huenchuyán

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Texte

Jamais la luxure ne fut considérée comme criminelle chez aucun des peuples sages de la terre (…) L’aîné des fils, au royaume de Juda, doit épouser la femme de son père; les peuples du Chili couchent indifféremment avec leurs sœurs, leurs filles et épousent souvent à la fois la mère et la fille..."

SADE, « Français, encore un effort si vous voulez être républicains. »

La carreta se desplazaba lentamente por el camino polvo-riento, tirada por dos bueyes que parecían insensibles al esfuerzo y a los picanazos con que, de trecho en trecho, los azuzaba Huenchuyán. A su lado, el cabo de carabine-ros Galvarino González, que había venido a buscarlo hasta su ruca, en el caserío de Poculón, fumaba cigarrillo tras cigarri-llo, sin ofrecerle ninguno, como si el hecho de ser Huenchuyán un indio mapuche nacido cerca de Carahue, y él un policía mestizo, oriundo de Temuco, la capital de la Araucanía, creara entre ambos una barrera infranqueable. En todo caso, no era la presencia en un saco, detrás de ellos, del cadáver todavía fresco de un hombre, ni el hecho de ser Huenchuyán su asesino y González el encargado de arrestarlo y llevarlo hasta la cárcel, aquello que los separaba. Al contrario, el cadáver les servía de puente, de tema de conversación en ese largo trayecto que los llevaba desde los montes despoblados, hasta el valle y la prisión.

"Para serle sincero, mi Señor Carabinero (Huenchuyán se esforzaba en hablar correctamente el español, como si eso hubiera podido mejorar su imagen delante del guardia), yo no lo maté por accidente, como le contó la Fresia. No. La verdad es que nos habíamos dado cita en la Quebrada del Diablo para arreglar nuestras cuentas a puñala-das, sin que nadie nos estorbara. ¡Hartas ganas que nos teníamos, para qué se lo voy a negar! Sin embargo yo dudé muchazo antes de ir a la cita, porque el Lenguaraz era un brujo maulero, hábil con el puñal, y aunque yo soy buen cuchillero, él era mejor. Si acepté el duelo, es porque me quemaba el deseo de destriparlo."

"Comprendo", dijo Galvarino González, destapando la botella de aguardiente que Fresia, la mujer de Huenchuyán, había dejado en la carreta para hacerles olvidar el hedor del cadáver. "A mí también me vienen ganas de destripar a la gente cuando he pasado demasiado tiempo sin tomar...", rió de su bro-ma, bebiendo un trago directamente de la botella y dejándola luego entre sus pies, sin pasársela al indio.

"Como le iba diciendo -siguió Huenchuyán- acudí a la cita empujado por el odio que nos teníamos. Yo fui el primero en llegar a la quebrada, y eso me salvó la vida pues me dio el tiempo de explorar la pendiente, entre un boldo y el barranco. Esperé al Lenguaraz junto al árbol, con mi brazo izquierdo envuelto en el poncho y el acero empuñado en la mano derecha. ¡Para qué voy a mentirle, tenía tantazo miedo que me dieron ganas de esconderme! En eso llegó el Lenguaraz ,que se había vestido como para un Machitún, la ceremonia en la cual él era digunmacheve, el intérprete de los oráculos de la Machi. Al verme listo pa’la pelea, se puso a reír. "¡De todos modos te voy a cortar las lantas!," me amenazó, mientras avanzaba puñal en mano, mirándome fijo en los ojos, tratando de hipnotizarme como lo hacía la Machi con los enfermos que venían a consultarla.

"Estuvimos girando uno alrededor del otro, dando cuchillazos al aire durante varios minutos. De repente el brujo se agachó y me lanzó un puntazo en la tetilla, aquí donde usted ve este vendaje. Por suerte yo resbalé y el puñal sólo me abrió la piel y me hizo sangrar. Antes de que el Lenguaraz tuviera el tiempo de rematarme, alcancé a rafugiarme detrás del boldo. Luego, dando un salto, corrí hacia el barranco sintiendo que la sangre me bajaba calientita por la cintura. Lo que vino después fue mucho más rápido: el finado (que en paz descanse, Señor) me persiguió mientras yo corría hacia una roca, donde volví a tropezar y a caerme. El destino, Señor, es el destino: mi enemigo no vio bien la pendiente y también él tropezó, cayendo de bruces cerca de mí. Yo no podía dejar pasar la buena ocasión y sin pensarlo dos veces le clavé el cuchillo entre las costillas, hundiéndoselo hasta la cacha, cerca del hígado. No me lo va a creer, mi Sargento: el brujo se levantó sin siquiera quejarse. "¡Chrapumtú! ¡Hijo de puta!", me gritó, como si yo sólo le hubiera faltado el respeto. Sin embargo, pese a su resistencia, él ya estaba tocado. Lo hice seguirme hacia el boldo, pendiente arriba, luego bajé a la carrera hacia la roca, mientras él me perseguía tratándome de guacho y cobarde. Yo Señor, a nadie le aguanto que me trate de guacho y a él menos que a nadie. Por eso es que a la tercera vuelta entre el boldo y la roca, viendo que se quedaba parado y cerraba los ojos de cansancio, me acer-qué despacito y le ensarté el puñal en el vientre. Usted va a pensar que le miento, mi carabinero: el Lenguaraz dio un paso atrás para desensartarse y comenzó otra vez a perseguirme y a insultarme. Felizmente él ya estaba sangrando por dentro y llegó un momento en que cayó de rodillas, completamente agota-do. Entonces, Señor, avancé hacia él sin miedo, le hundí el cuchillo en el cogote y lo degollé como a un corde-ro. A lo mejor se me pasó un poco la mano. Debí haber esperado que terminara de morir, antes de bajarle los pantalo-nes y cortarle las lantas. Pero no es culpa mía, Señor: él me hubiera hecho lo mismo, de haberme vencido..."

"Seguro", convino Galvarino González, destapando la botella y bebiendo dos tragos seguidos. "Pero todavía no me hai dicho lo que teníai contra el difunto..."

"Era un indio muy maldadoso, mi Sargento. El más malo del lebu y quizás el más peligroso de todo el aillarehue. Pa’ peor, era muy desleal en los negocios. A mí me estafaba con la vinería. Y además, al final quería que la Fresia sirviera a los clientes. A mí, Señor, no me gusta que me manoseen a mi mujer, salvo si soy yo el que la presto... Pero es mejor que principie por el principio: en un comienzo yo había aceptado asociarme con el Lenguaraz, aunque sólo para ocuparme de la parcela y acarrear el vino desde Carahue. Me construí una ruca de paredes de colihue y techo de totora, a medio camino entre la bodega y el galpón, donde guardábamos los pilos y los hueullus junto con las otras herramientas pa’ trabajar la tierra. Durante un tiempo todo marchó más o menos bien, pese a que el Lenguaraz me dejaba todo el trabajo. Por fortuna yo soy buen campesino y que él no me ayudara, me importaba pocazo. Además, los campos eran suyos y yo nada podía decir.

"La verdad, mi Sargento, es que la parcela era de su última mujer, la viuda Turempil, y hubiera podido ser mía pues yo fui el primero en vivir con la viuda y su hija. Harto lindas que son las dos y mejores mengüeves que las profesiona-les de la ciudad. Desgraciadamente en esa época yo todavía era muy cabro. Apenas tenía catorce años cuando la viuda vino a buscarme a la casa de mi madrastra, para que fuera a ayudarla en las faenas agrícolas. Como ella no tenía hombre, cuando caía la noche y llegaba la hora de acostarnos, me invitaba a entrar en su cama y me hacía huenchutrún. ¡Pa’ qué decirle, mi Carabinerito! Estaba tan hambreada esa hembra, que casi me comía la punún. El problema era que la hija también dormía en la ruca, en un camastro chico y estrecho, desde donde nos espiaba cargada de celos. En el día me miraba con ojos de oveja, como si hubiera estado enamorada de mí. Y así era, Señor, ella quería que le hiciera el mismo favor que a la madre. Así que tuve que compla-cerla y cuando la chiquilla me traía el almuerzo hasta la loma, le hacía malentún encima de los montones de paja. Estábamos en eso una tarde, cuando nos pilló la viuda, extrañada por las demoras. ¿Qué cree que hizo ella, mi sargento? Se puso a reír del sustazo que nos causó. Y a partir de ese día nos acostábamos los tres en su cama, yo montando encima de una y de otra, sin saber a veces con quién estaba gozando. Lo importante en este mundo, Señor, no es con quién uno goza, lo importante es gozar. ¡Qué vidita aquélla que era la mía! Pues no sólo en la cama lo pasábamos bien. La viuda es una de las mejores coci-neras que he conocido y como le instalé un gallinero y una crianza de corderos, comíamos todos los días cazuela, sin contar los corderos asados al palo. Sí, ellas y yo éramos requetefelices, eso era para mí el paraíso del dios Meulén.

"Fue entonces que llegó el Lenguaraz.

"Había bajado del lebu hasta la muchulla para traerme la noticia de la muerte de mi tía, que me había dejado en herencia un caballo más viejo y flaco que ella. Yo lo despedí agradeciéndole la buena nueva, pero el Lenguaraz, fingiendo que se sentía enfermo, me pidió que me encargara del funeral. Se quedó pues, en la casa de la viuda, mientras yo me ausentaba para organi-zar el entierro. Busqué un tronco de pino, lo ahuequé e hice un trolof donde metí el cadáver de la vieja, tan retorcido y morado que sospecho que no murió de muerte natural. En todo caso, como mi tía era también mi madrastra (perdón, Señor, si todo esto le parece confuso, pero la familia humana es así, muy enredada pa’quien la mira de afuera) y dado que yo soy respetuoso de los muertos, levanté el pillay tradicional en el centro de su ruca y clavé los chemulles en la puerta para proteger su alhue. Lo raro, mi Carabinero, es que no encontré ni el olor del collar de llancas, ni de los trariloncos y tupus de plata que mi madrastra guardaba para pagar el viaje de su Am hasta la Isla Mocha, en el lomo de las ballenas. Seguro que se los robó el Lenguaraz pues, como era su hermana, se alojaba amenudo en su ruca, aprovechándose de todo lo que mi madrastra tenía, incluso de su chrochrollí, porque cuando se ponía a tomar, la usaba como mujer... El hecho es que en cuanto enterré a la difunta, me subí al caballo y regresé donde la viuda.

"La sorprendí encamada con el Lenguaraz, mientras la hija les preparaba un charquicán en el fogón. Me recibieron con risitas hipócritas, me ofrecieron incluso un marenpull llenito de chicha de manzana y me invitaron a comer. Yo, Señor, soy un indio sumiso, que sabe encontrarle el lado bueno a las cosas. Así que me tragué la sorpresa y la rabia y acepté la chicha y el charquicán. Durante la comida el Lenguaraz inventó la existencia de un testamento dejado por mi madrastra, quien pedía -según él- que se me enviara a la escuela de agricultura fundada por los gringos en Carahue. La viuda, para animarme a partir, me ofreció comprarme a buen precio el caballo, que en realidad ni siquiera servía pa’ charqui. Yo tenía poco más de quince años por entonces, mi sargento, y a esa edad uno no puede oponerse a la voluntad de las personas mayores. Por eso tomé mis cositas y me fui a la ciudad, dejándole la viuda y su hija al Lenguaraz.

"En Carahue la vida me cambió por completo. Y aunque el internado se parecía a una cárcel, el cambio me sirvió para olvidar. Por eso me quedé allí varios años, el tiempo necesario para obtener mi diploma de técnico agrícola. Indio seré, pero no soy idiota. A mí siempre me gustó aprender cosas nuevas, sobre todo si son útiles pa’ ganarse el sustento. Lo divertido es que los gringos eran todos pastores, pero no de ésos que cuidan a las ovejas, sino pastores cristianos, una especie de cuáqueros puritanos, pues no tenían mujer pa’aliviarse en caso de necesidad. Ahí en el pueblo los llamaban los "Padrecitos Fundadores", porque fueron ellos los que fundaron la escuela y se decía que habían llegado un mes de mayo, en un velero lleno de flores, navegando por el río Imperial..."

"¿De dónde sacaste esa historia, Huenchuyán ?", se extrañó Galvarino González. "Conozco bien el internado de los cuáqueros, pero nunca he oído hablar del velero... Pero échale pa’delante no más!"

"Los cuáqueros, mi Sargento, eran explotadores muy habilosos y ganaban muchaza plata con las tierras, lo que les permitía alimentar a los noventa araucanos que trabajaban y estudiaban en el internado. Dormíamos en inmensos dormitorios vigilados por los inspectores, quienes no nos quitaban el ojo de encima, temiendo que hiciéramos nudotún unos con otros. Pero cuando un indio anda con ganas, Señor, nadie lo puede sujetar. Sin duda usted conoce el chiste del barril. Nosotros también y fue lo que nos dio la idea para escapar a tanto control. Aprovechamos un tonel de madera que descubrimos en una mediagua, agrandamos el hoyo lateral y lo cubrimos con una piel de cordero agujereada, imitando el coñihue de una mujer. En la mañana, antes de salir a trabajar en el campo, sortéabamos al cara y sello quién era hueye y quién hueyetuve. Y los hueyes eran los que tenían que entrar en el tonel para poner el llí en el agujero. Luego, cuando estábamos en plena labor, íbamos hasta la mediagua con la excusa de mear. No sé cuál es su preferencia o inclinación natural, mi Señor Carabinero, pero a mí me gusta mucho más meter la punún a que me la metan. Sin embargo, pasado el dolor de las primeras veces que me desfavoreció el sorteo, me gustaba casi igual ser hueye-tuve que hueye. Por desgracia, nunca lo bueno dura mucho tiem-po. Los Padrecitos, intrigados de que los indios hiciéra-mos cola para mear en el tonel, terminaron por descubrir la artimaña. ¡Pa’ qué contarle el castiguito que nos dieron! Nos formaron en el patio del internado y, después de izar la bandera de los Estados Unidos y hacernos cantar el "Oh Gloria, Aleluya", nos ordenaron subir uno a uno sobre una tarima para darnos diez varillazos en el chrochrollí, mientras el Director leía en voz alta el pasaje de la Biblia que cuenta el chiste de Sodoma y Gomorra. ¡No pude sentarme durante más de una semana, Señor!

"A parte de eso yo no era mal alumno, quizás porque la Machi me había enseñado a leer y a escribir antes de su muerte. Aprendí todo lo que los gringos nos enseñaban, especialmente el español y el inglés, idiomas muchazo más fáci-les que el mapuche, pero requete duros pa’ pronunciar. De agri-cultura poco es lo que me mostraron de novedoso, pues de niño yo participaba cada verano en la minka con los demás habitantes del lebu. Lo único nuevo que me enseñaron los cuáqueros fue manejar un tractor, aunque fuera del que había en la escuela, nunca más he tenido la suerte de subirme en uno de ellos.

"Poco a poco me fui acostumbrando al internado y los gringos a tomarme afición, porque yo siempre he sido un indio obediente y dócil, mi Señor. Mi lema es no llevar la contra al más fuerte, inclinarse sin alegar delante del poderoso. Es lo que yo hacía una vez por semana en la oficina del Director, cuando me llamaba pa’ corregirme. Yo ya sabía lo que me esperaba, pues a mis compañeros les pasaba lo mismo, sea con el Director, sea con los inspectores: el gringo me sermoneaba a gritos, mientras me manoseaba por donde quería. Luego, sin dejar de vociferar y prometerme los más terribles castigos, me empotraba hasta el fondo del llí la punún más grande y más dura que he visto y sentido en toda mi vida. Lo peor, mi sargento, es que el Director fue tomándome apego y al final me hacía venir a su despacho todos los días, después del almuerzo.

"No hay mal que por bien no venga", dice el refrán. Como tras cada corrección yo tenía dificultades para caminar, el Director me autorizó a quedarme por las tardes en el taller de dibujo y pintura, al lado de su oficina. Yo no tengo gracia ninguna Señor, pero para hacer monos no hay nadie que me la gane. Me puse a pintar tela tras tela, aprovechando que yo era el único en toda la escuela que se interesaba en el uso de los pinceles. Los cuáqueros veían con malos ojos el gasto del material, pero el Director tuvo la idea de mandar mi autorre-trato a un concurso organizado por la embajada de los Estados Unidos en Santiago, la capital de los huincas.

"¡Cuál sería mi sorpresa y también la de los Padres Fundadores, cuando avisaron al internado que yo había obtenido el primer premio entre cientos de participantes! El propio embajador de los gringos, un huinca de casi de dos metros de alto, vino a Carahue para felicitarme. ¡El futre no podía creer que un indio como yo supiera hablar en inglés! Los gringos, Señor, y en general todos los huincas, están con-vencidos de que nosotros, los indios, somos estúpidos y descubrir que al fin y al cabo no somos más tontos que ellos, les parece increíble. Sin embargo lo más increíble de todo es que mi autorretrato le gustó tanto al embajador, que decidió comprarlo y enviarlo al Metropolitan Museum, una ruca grandaza que hay allá en Nueva York, donde está expuesto junto a los cuadros de un indio holandés, buenazo pa’ la pintura, que se llama Van Gogh. ¿Usted no me cree, mi Sargento?"

"No te creo ninguna huevá, indio embustero", respon-dió Galvarino González, eructando descaradamente y bebiendo un nuevo trago de aguardiente. "Pero sigue no más con tu historia, así tengo con qué entretenerme y olvidar el olor del fiambre que llevamos detrás."

"Pues bien, mi Carabinero -siguió Huenchuyán-. Lo que no dice el refrán es que no hay bien que por mal no venga. Alguien fue a contarle mi buena ventura al Lenguaraz. Yo estaba un día jugando a la chueca (los cuáqueros dicen "hockey", Señor), cuando vi aparecer al brujo en el patio de la escuela, conversando con el Director. Venía a buscarme para llevarme de vuelta donde la viuda, con la excusa de que ella necesitaba de mis servicios de técnico agrícola. Yo no tenía ningún deseo de volver a la muchulla, pero sí muchas ganas de dejar la prisión donde vivía. Por eso fingí aceptar la propuesta del Lenguaraz, sin revelarle que mi intención era escaparme al lebu donde había pasado mi infancia. El Director, al enterarse de que yo me iba, cayó en una desesperación lastimosa y trató de rete-nerme proponiéndome un puesto de inspector, además de un dormitorio al lado del suyo. Tanto lagrimeaba el pobre, que por compasión lo dejé corregirme una última vez. En verdad el gringo no era mal hombre, Señor: quería enseñarme a hablar en francés para que yo pudiera leer "Las 120 jornadas de Sodoma", contadas por un indio de París llamado el "Divino Marqués" Al final me hacía nudotún muy suavecito, con un poco de pomada, sin hacerme sangrar. Pero mi decisión estaba tomada, al día siguiente me fui de Carahue... Perdóneme, mi Carabinero, tengo que hacer un alto para poder mear..." Huenchuyán detuvo los bueyes a la vera del camino, se sacó la faja que sujetaba su pantalón y se puso a orinar contra un matorral.

"¡Quédate ahí, Huenchuyán!", ordenó el cabo. "Si de verdad soy tu Carabinero, es mejor que aguantís lo que tenís que aguantar. No sé si es el aguardiente o el calor, el hecho es que tengo la punún, como vos decís, más dura que un poste. Agáchate, que te la voy a encajar... Yo también tengo derecho a corregirte. ¡Pa’ eso ando trayendo en mi bolsillo tu orden de arresto!"

"Como usted mande, mi Señor Carabinero", se inclinó Huenchuyán, mirando con pavor el sexo descomunal de Galvarino González. "Pero le ruego que me deje usar un poco de grasa de carreta para untarme el llí. Usted tiene la punún hartazo más grande que la del Director y si me la mete en seco, se la puede perjudicar. Y a mí no me conviene que usted se enoje conmigo. Lo que pasa, Señor, es que a mí hace tiempo que nadie me la ha metido, porque no soy hueye. Si presto el chrochrollí, lo hago sólo por hacer un servicio. Cierto, a mí me gusta ser servicial, aunque me cueste algo de sacrificio y dolor".

Un remolino de viento estremeció el follaje de los maquis, levantó una nubecilla de polvo que envolvió al guardián y al prisionero, ayuntados en el centro de aquella tarde solitaria, calcinada por el sol de estío. A lo lejos, entre los trigales ya segados, se levantaban algunas fumarolas, se veía la chamarasca de la paja incendiada. Los resoplidos de las bestias se confundían con el resuello de los hombres, trenzados a la manera de dos luchadores. "¡Ya te jodí, indio maricón!", exclamó el Representante de la Ley, con voz ahogada, el rostro congestionado por el esfuerzo, derrumbándose como si hubiera sido un animal abatido. Una bandada de jotes se posó en lo alto de una roca, observaron displicentemente a la pareja ya separa-da, embrutecida por el cansancio y el calor. Luego, con un repentino aleteo, se precipitaron sobre el saco que encerraba el cadáver del Lenguaraz. "¡Espanta a los jotes, Huenchuyán, que nos van a comer al finado!", gritó el cabo, saliendo de su modorra, mientras el indio corría hacia la carreta "¡Y no me toquís mi aguardiente! El reglamento dice que los conductores no deben tomar", rió a carcajadas, volviendo dificultosamente al vehículo. "¿Dónde ibai con tu historia, Huenchuyán?", preguntó con desgano, examinando la botella, ahora vacía hasta la mitad.

"Le contaba, Señor -siguió el indio- que el Lenguaraz me había venido a buscar al internado para hacerme trabajar en la propiedad de la viuda. Pero antes de que saliéramos de Carahue, me le escapé y me fui al lebu. Llegué a mi pueblito justo cuando se estaba celebran-do el curenguequel de la Fresia, a quien yo había visto por última vez cuando ella era todavía una mocosa. Ahora tenía doce años bien llenitos y, al igual que a todas las indias que les baja la primera sangre, su familia la había encerrado en una hueteruca, construida especialmente para ella. Todos los días sus familiares y sus pretendientes venían a traerle comida y regalos y a espiarla por las rendijas. A mí me tocó verla cuando la sangre ya se le había terminado y tenía el coñihue limpiecito, listo pa’ ser usado. Sólo le faltaba el novio, Señor, y yo, aunque era el más enamorado de los pretendientes, también era el más pobre y el que menos posibilidades tenía de organizar un buen levyeún.

"Ocurre, mi Sargento, que la Fresia era la hija favorita del Ulmen, el jefe del lebu y el hombre más rico y enojón de la comarca. Ni siquiera me dejó que me le acercara, pues sabía que yo no tenía nada que ofrecerle en pago de su hija. En cambio, mis rivales ofrecían corderos y vaquillas, metahues repletos de la mejor chicha, choapinos y ponchos, quipames y ekulles en cantidad suficiente para vestir a la Fresia hasta el fin de sus días. Otro que yo hubiera abandonado toda esperanza de conquistar a la princesa, pues para peor nadie me había visto en el lebu durante años y hasta la misma indiecita desconfiaba de mí. Pero yo, Señor, sé que la brujería lo arregla todo, en especial las historias de amor.

"Fui, entonces, a consultar a la Ampive, la discípula de la Machi, quien me recibió con mucho cariño porque se acordaba de haberme visto en mi niñez. Como ella lee el pensa-miento, no tuve necesidad de explicarle el motivo de mi visita. Tomó un pimuntuhue de piedra y me hizo meter la punún en el orificio central, como si hubiera sido un coñihue. En seguida tomó unas hojas de latue, las echó al fuego y dirigió el humo hacia mis lantas y a mi punún, para que se impregnaran bien del olor. Tal vez usted está enterado de las propiedades del latue, mi sargento, lo cierto es que, además de endurecer la punún varios días seguidos, al extremo que se hace muy difícil mear, el aroma vuelve locas de deseo a las hembras, cualquiera que sea su con-dición. La Ampive me dijo que para conquistar a la Fresia no tenía más que acercarme a medianoche a su hueteruca y, después de invocar al dios Nguenechén, exponer al aire las lantas y la punún. Fue lo que hice, Señor. ¡Imagine usted mi felicidad cuando vi apa-recer a la indiecita, desnuda como un cordero lechón! Avanzó hacia mí con los ojos cerrados, completamente sonámbula. ¡Ahí mismo me la hubiera comido! Como yo soy un hombre juicioso, que sabe controlar sus deseos, me contenté con envolverla en mi makún y me la llevé a los bosques vecinos. ¡Ese sí que fue un verdadero nguapitún!

"Amansar a la Fresia fue un asunto que me tomó casi tres días, porque tenía el coñihue cerrado por un tuhue tan grueso que creí que nunca conseguiría rajárselo. Pa’ qué decirle: ¡la pobre se revolcaba y se defendía a mordiscos y a zarpazos como una gata salvaje! Sin embargo, poquito a poco fui desgarrándola y como la propia sangre suaviza las cosas, terminé por hacerla feliz. Al final, cuando le tenía el coñihue bien abierto, era ella quien me rogaba que le hiciera malentún. ¡Así son las mujeres, mi Sargento! ¡Indias o huin-cas, da igual! Pues bien, llevábamos una semana gozando en los bosques, ali-mentándonos de maqui y dihueñes y de una liebre que maté de una pedrada, cuando nos cayeron encima el Ulmen y el Lenguaraz.

"No puedo darle muchos detalles de lo que me sucedió ese día, Señor, porque la paliza que recibí me dejó inconscien-te. Sólo me acuerdo de que me desperté en la ruca de la Ampive, con el cuerpo adolorido y varios huesos rotos. ¡Menos mal que en la Araucanía poseemos las yerbas más milagrosas de toda la Tierra! Pues, como me lo confirmó la Ampive, era un verdadero milagro que yo hubiera sobrevivido al apaleo. Ella se las había ingeniado para hacerme un lahuentún y me había curado las heri-das con compresas de gualtata y de mellico, tratamiento que al cabo de algunos meses me permitió volver a caminar. Ya me preparaba para fugarme del lebu, de miedo a que el Ulmen vinie-ra a buscarme y me diera una nueva paliza, cuando la mismita Fresia vino a visitarme acompañada de su mamá. Grandaza fue mi sorpresa al ver que mi india había engordado y que tenía una hinchazón en el vientre. ¡Qué quiere usted, mi Carabinero! Yo siempre he tenido buena puntería y donde pongo el ojo pongo la bala. La Fresia, pese a sus doce años, estaba preñada y espera-ba un hijo mío. Y su familia, por supuesto, no quería hacerse cargo de la creatura. Así es que esta vez el Ulmen me dio las mejores facilidades de pago para que me raptara a su hija con toda tranquilidad.

"Nos ofrecieron una fiesta de despedida, bien regada de chicha, y yo maté personalmente dos corderos para el asado. Hice un buen ñiachi con la sangre fresca de las bestias y, siguiendo la tradición del huichanmapú, le di un trozo coagula-do y aderezado con cebolla y cilantro a cada uno de los nota-bles de la tribu. Luego nos comimos la carne asada al palo y se cantó y se bailó al son de la trutruca y del cultro, de los lolquines, de los pinquilhues y los cullculles. ¡Una verdadera orquesta de jazz, mi Señor, mejor aun que la orquesta que nos habían hecho formar los gringos en el internado! Al llegar la noche, cuando la fiesta amenazaba con degenerar en cahuín, conseguí escaparme con la Fresia a los bosques pa’ pasar lo que los huincas llaman -vaya uno a saber por qué- la luna de miel. El hecho es que nosotros pasamos dos semanas haciendo nudotún (como mi india, Señor, estaba preñada, era más juicioso no hacer malen-tún), pero uno no puede vivir de comer maqui y de cazar de tiempo en tiempo un queltehue. Así que tuvimos que volver al lebu, donde esperaba encontrar ayuda y trabajo gracias a mi suegro.

"En efecto, el Ulmen, temiendo que yo no pudiera mantener a su hija y a su futuro nieto, había palabreado al Lenguaraz para que éste me diera ocupación en la vinería que había instalado con la viuda Turempil. Y aunque a mí la idea de trabajar a su lado no me gustaba nadita, no me quedó más que aceptar lo que me proponían. Tuve pues, que mudarme a la muchu-lla y levantar con mis propias manos una ruca cerca de la bodega de vinos. Al poco tiempo la Fresia parió un indiecito más lindo que el sol, al que dimos el nombre de Caupolicán durante el locutún que celebramos en honor del dios Raninhuenu. Yo, Señor, era feliz, tan feliz que no me importaba que el Lenguaraz me hiciera trabajar como a un esclavo. El no hacía más que tomar y tomar, mientras yo debía ocuparme no sólo de bajar a Carahue para acarrear los barriles de chicha, vino y aguardiente, sino también de las faenas del campo.

"Mientras tanto el negocio de la vinería marchaba cada día mejor, porque la viuda y su hija iban a la pelea con cuanto cliente las desafiaba. El Lenguaraz, que nunca tuvo nada de tonto, las dejaba hacer lo que querían con la única condi-ción de hacerse pagar por cada combate. Y así fue como la vinería terminó transformándose en casa de mengüeves. Yo tenía muchaza vergüenza, mi Carabinero, pues mal que mal consideraba a esas mujeres como parte de mi familia. Pa’peor, los indios venían de todo el aillarehue y los sábados en la noche se las peleaban a palos y a cuchillazos. ¡Saturday night fever, Señor! Lo triste es que las pobres mujeres, pese a su buena voluntad, no daban abasto pa’calmar a tanto mapuche afiebrado.

"Por esa razón el Lenguaraz vino a proponerle trabajo a mi india un día que yo andaba de compras en Carahue. Las muje-res, Señor, son las mujeres, y aunque la Fresia siempre me ha querido a mí y sólo a mí, se dejó convencer llevada por la curiosidad. Según el trato, ella hubiera debido ocuparse de la cocina, pero en cuanto los clientes la vieron aligerarse de ropas junto al fogón, se armó el cahuín. Yo no sé, mi Señor Carabinero, si usted me hizo el honor de fijarse en ella, pero la Fresia es muy relinda. Tiene la piel suavecita, las piernas bien torneadas y un par de moyas que dan ganas de volver a ser niño pa’ponerse a mamar. Pero lo mejor es que tiene un chrochrollí grandioso, suave y oloroso como un melón maduro, justo un poquitito pasado, con el llí al ladito mismo del coñihue. ¡Pa’ qué contarle lo que uno puede gozar con esa mujer, porque le da igual que le hagan malentún o nudo-tún, una virtud que facilita mucho la vida conyugal, mi Señor! De ahí que los indios se volvieran locos por ella y desdeñaran, como yo en otra época, a la viuda y a su hija.

"Esa noche, cuando volví a la ruca y la encontré vacía, me dio un sustazo tremendo. Pero al oír a lo lejos los gritos y las risas, entendí lo que estaba pasando. Corrí hasta la vinería, descubrí a la Fresia en cueros, rodeada de hom-bres, borracha y con los muslos chorreados de moco y de sangre, tanto le habían hecho nuntún. El Lenguaraz trató de calmarme proponiéndome plata, pero a mí cuando me viene la có-lera, nadie puede atajarme. Lo aparté de una bofetada y cargué en mis hombros a mi mujer y a mi hijito, que había pasado todo el día encerrado en un quelquel. Fue esa misma noche, Señor, mientras azotaba a la Fresia para que no se lo olvidara nunca más su deber, que llegué a la conclusión de que tenía que atre-verme a matar al Lenguaraz.

"Sin embargo tardaría aún algunas semanas en reali-zar mi propósito, porque yo soy, contrariamente a mi raza, un mapuche pacífico. Volví a mi trabajo como si nada hubiera pasado, convencido de que la Fresia no iba a dejarse tentar otra vez y de que el Lenguaraz no osaría acercarse a mi casa, tan fuerte fue el cachuchazo que le pegué. Reconozco que soy harto iluso Señor, por no decir otra cosa. El Lenguaraz digi-rió muy mal la humillación que le hice pasar delante de su clientela y a lo largo de días y días estuvo rumiando cómo vengarse de mí. Así llegó la tarde aciaga en que la Fresia vino a buscarme al monte con el indiecito herido en los brazos y llorando a lágrima viva. Me contó entre sollozos que el Lenguaraz se había dejado caer por sorpresa en la ruca, escoltado por sus compinches. Y después de hacerle otra vez nuntún por todos los hoyos, habían destruido el cupuelhue donde dormía el niño, tratando incluso de incendiarme la ruca. Si no lo lograron, fue porque en ese momento apareció sobre la muchulla, entre medio de truenos, rayos y chubascos, un platillo volador que apagó el fuego y espantó a toíta la indiada..."

"¡Qué estai inventando ahora, Huenchuyán!", exclamó Galvarino González, atragantándose con el aguardiente que quedaba en el fondo de la botella. "Te estai pasando con tanto embuste. Si seguís así, es fijo que el juez va a condenarte a morir fusilado."

"Le juro que digo la verdad, mi Capitán", se asustó el indio. "Yo tampoco creía en esas historias de platillos voladores que nos contaban los gringos pa’atemori-zarnos con la llegada de los marcianos. Pero cuando me acerqué a la ruca y vi a cincuenta metros por encima del suelo una especie de enorme platillo de sopa, tuve que aceptar la evidencia..."

"Es que a lo mejor teníai hambre, Huenchuyán", rió el carabinero.

"No me extrañaría, porque yo siempre ando con hambre, Señor. Pero lo más extraño de todo es que era la Machi la que piloteaba el aparato, acompañada por el Huecufu. Y fue ella quien me dio la orden de matar al Lenguaraz. "No tengai miedo -me dijo en mapuche-. Córtale las lantas sin compasión. De todos modos nadie podrá ajusticiarte, porque voy a mandar al Diablo Huecufu pa’salvarte de la prisión. ¡Pa’eso eres hijo de Machi!" Y en seguida dejó caer un montón de tarros de conserva que decían "Tomatoe Soup", "Onion Soup", "Potatoe Soup" -Gift of the USA’s People-, regalo de los Estados Unidos, Señor".

"¡Córtala, Huenchuyán!", protestó Galvarino Gonzá-lez. "Tú soi tan mentiroso y embaucador que capaz que conven-zai al juez de que soy yo quien mató al Lenguaraz".

"Lo que pasa es que a mí siempre me suceden cosas de brujos", se defendió Huenchuyán. "Reconozco que soy el único que vio el platillo volador y también el único que oyó la voz de la Machi. Pero los tarros de sopa fue la Fresia quien los recogió, se lo juro Señor..."

"Sigue no más, indio mentiroso", ordenó el cabo de carabineros, encendiendo un nuevo cigarrillo y espantando con el humo las moscas que cubrían el cadáver. "Ya nos falta poco pa’llegar a Carahue. Allá vai a repetir tu historia delante del Tribunal."

"Le decía, mi Señor Capitán -prosiguió Huenchuyán- que desde el platillo volador bajó la voz de mi mamá, contándome lo que había pasado en mi infancia. Ella me fue refrescando la memoria y me recordó las ceremonias alrededor del canelo, nuestro árbol sagrado. Mi madre era reputada como la mejor Machi del aillare-hue, la más acertada con sus profecías en el machitún, la única capaz de convencer a los dioses para que nos enviaran la lluvia en las épocas de sequía. Por eso nuestro lebu era visitado por mapuches enfermos o desesperados que venían a verla desde todos los rincones de Arauco, buscando alivio y curación. Y también por eso los caciques la designa-ban para que oficiara los Nguillatunes en honor del dios Nguenechén.

"De todas esas ceremonias Señor, las que más me marca-ron (y sin duda eso explica que yo sea un poco lunático) fueron aquéllas celebradas a la luz de la luna llena. Escondido detrás de una roca, yo veía a mi madre subiendo los escalones del rehue, el altar tallado en un tronco de canelo, y desnudarse al llegar al llanqui. En ese entonces, como yo no tenía más de cinco años, no sabía que mi mamá estaba bajo el efecto de drogas, cuyo nombre y uso son sólo cono-cidos por las Machis. Imagine usted mi extrañeza cuando yo la veía levantar sus brazos en dirección a la luna e invocar, con gritos y cánticos, a Nguenechén. A veces lloraba y se que-jaba de dolor, se arrancaba al pelo y se arañaba el rostro como si hubiera estado poseída por el Huecufu. Otras veces entraba en éxtasis, profería largos aullidos y se retorcía como si Nguenechén le hubiera metido una punún invisi-ble. Y mientras ella se dejaba atravesar por esas fuerzas venidas del Más Allá, el Lenguaraz aguardaba al pie del rehue, con el oído atento para comunicar la profecía al mapuche que había orde-nado el Machitún. Por supuesto, el Lenguaraz se quedaba con la plata o los objetos dados en pago por los parroquianos y, después de terminada la ceremonia, bajaba a Carahue para embo-rracharse en los bares del pueblo.

"Creo que entonces comenzaron las disputas entre ellos dos, porque nosotros no teníamos nada qué comer, mientras que el Lenguaraz andaba gordo, bien vestido y mejor bebido. Por esa época ya vivíamos en la ruca de mi futura madrastra, la hermana mayor del Lenguaraz, quien había acogido a la Machi con la esperanza de ganarse las gracias del dios Meulén. Pero en vez de gracias, Señor, conquistaba puras desgracias. Yo no entendía gran cosa de todo lo que pasaba a mi alrededor, lo único que veía era cómo el Lenguaraz, borracho perdido, golpe-aba a mi mamá y a mi madrastra con una correa de cuero, antes de hacerles nuntún, juntitas las dos. Todavía hoy día no sé, mi Carabinero, si ellas gritaban de placer o dolor. Lo que sé es que a mí, a causa de tanta violencia y maldad, se me fue armando un enorme lío en la cabeza. Y quizás por eso es que después de la muerte de la Machi, yo iba a olvidarme de casi todo lo que había visto y oído. Sólo que la memoria, Señor, es muy especial: hay escenas que a uno le dan vueltas en la pensadera durante años y años, sin que el cerebro les preste ninguna atención. Y de repente, sin saber uno por qué, se juntan unas con otras y se aclara la película entera."

"¡Azuza a los bueyes, Huenchuyán, mira que se nos viene encima una tormenta!", advirtió Galvarino González, indicando el horizonte plomizo de humo, cargado de nubarrones y esclarecido de vez en cuando por una salva de relámpagos. "Pero todavía no me hai contado cómo fue que murió tu mamá..."

"La mató el Lenguaraz, mi Señor, después de un Nguillatún", respondió, melancólico, el indio Huenchuyán. "Fue terminando un verano, tras un período de terrible sequía. El cacique Nguillatufe, sabiendo los poderes de mi madre, la convocó contoda la indiada en los montes cercanos a Poculón. Los indios más fuertes instalaron un enorme rehue en el centro del pillanlelbún, en torno al cual se levantaron las ramadas donde las familias mapuches iban a guarecerse durante los tres días que duró el Nguillatún. A cada lado del rehue se plantó un canelo y al lado de cada canelo se izaron los estandartes y las banderas del huichanmapú. Mi madre tomó su lugar al pie del rehue, seguida por el ministro Nguenepín, ellos mismos escolta-dos por un coro de niños pihuichenes, entre ellos su servidor, mi Capitán. La ceremonia transcurrió como estaba previsto, pero nadie sabía que entre las drogas que ingirió mi madre había una hierba venenosa introducida por el Lenguaraz, envi-dioso por ser sólo un digunmencheve, un brujillo sin importancia en comparación con la Machi y el Nguenepín. Mi mamá entró en tran-ce y sus gritos y cánticos eran coreados por el gentío. Poco a poco el ruido fue creciendo y llegó a ser tan ensordecedor que los caballos comenzaron a espantarse. Sobre el pillanlelbún fueron juntándose las escasas nubes que había en el cielo y de pronto, cuando la Machi subió hasta el llanqui, cayeron los primeros goterones de lluvia. ¡Pa’qué contarle el aguacero que vino, y el cahuín que siguió al aguacero! Se sacrificaron dece-nas de bestias, se comió mucho corazón y lantas de cordero frescas, se tomó harto ñiachi, sin contar los metahues de chi-cha que regaron los gaznates.

"Mientras tanto, en medio del enorme cahuín, casi nadie se dio cuenta de que la Machi no salía del trance. Y cuando conseguí atraer con mis llantos la atención del Nguilla-tufe, ya era imposible salvarla. Mi mamita murió hacia el final de las fiestas, en un momento en que los indios estaban dema-siado borrachos como para comprender la gravedad de la trage-dia. Peor, todos darían crédito a la versión del Lenguaraz. Según él, había sido el dios Nguenechén quien se llevó a mi mamá, y su muerte era el precio pagado para terminar la sequía. Una sola persona, ade-más del asesino, conocía la verdad: yo mismo, Señor, pues había visto al Lenguaraz mezclando las hierbas que ingirió la Machi. Pero en ese entonces, como yo todavía era muy niño, no supe interpretar lo que había visto y, menos aun, denunciar al cri-minal."

"Harto maldadoso el finado, Huenchuyán", comentó Galvarino González, manifiestamente ebrio, comprobando con disgusto que la botella de aguardiente llegaba a su fin. "Si tu historia fuera verdad, a lo mejor el juez va a disculparte..."

"Es la purita verdad, mi Capitán", gimió Huenchuyán. "Sea bueno conmigo y déjeme escapar antes de llegar a Carahue. En pago le hago un buen huenchutrún..."

"Ya sabía yo que me íbai a salir con ésa, indio maulero", eructó, más que exclamó, Galvarino González. "¿No te dijo tu mamá que te iba a mandar el Diablo Huecufu pa’salvarte de la Justicia?"

"Cierto, Señor", replicó, perplejo, Huenchuyán. "Por eso no entiendo qué diablos está usted hacien-do a mi lado".

"Tú soi mucho menos inteligente de lo que creís, Huenchuyán. ¿Cuándo hai visto a un carabinero llegar a pie hasta tu muchulla? Son muchazas las leguas que separan Poculón de Carahue. ¿Cómo expli-cai que no haya venido a caballo?"

"Something is wrong", dijo el indio Huenchuyán, pálido de espanto, mirando los ojos llameantes de su guardián.

"Puesto que tú soi un mapuche tan ilustrado y que pre-tendís saber inglés, lee más mejor esta noticia que aparece-rá mañana en el diario de los gringos en Carahue. ¡Ahí está encerrado el secreto de tu historia!", se echó a reír el Huecufu, sacándose el uniforme de carabinero y pasando a Huen-chuyán una hoja impresa, chamuscada en los bordes.

El indio, atónito, leyó en voz alta, antes de que la carreta se elevara en el aire, alcanzada por un rayo:

THE CARAHUE JOURNAL (Arauco News):

Yesterday, there was the discovery of a smashed ox-cart at the bottom of a ravine. The Lenguaraz Lautaro Huenchuyán’s decomposed corpse was found near the dismembered oxen. The police is trying to determine the origin of a carabi-nero’s uniform, the trousers’seat of which is burnt. No trace, however, was found of the owner of the ox-cart, Lautaro Jr. Huenchuyán, the Lenguaraz’s only son and his presumed murde-rer.

Gac Roberto
Wormser Gérard masculin
"Something is wrong" dijo el Indio Huenchuyán
Gac Roberto
Département des littératures de langue française
2104-3272
Sens public 2007-11-24

Esta novela de Roberto Gac cuenta la historia del indio Huenchuyán, de la región austral de Chile.

Amérique latine