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Vivir la transparencia

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      En la primera mitad del siglo XX, en Alemania, pero también en Rusia, Italia y Francia, conforme se metamorfoseaban las ciudades, se extendían y se densificaban, la idea de hacer casas de cristal encandiló a varios artistas y escritores de vanguardia. Esta idea inspira igualmente a los arquitectos −como Pierre Chareau, el cual realiza, a finales de los años veinte, una casa hecha de ladrillos de cristal para un ginecólogo parisino, o Ludwig Mies van der Rohe, que mandó a construir, en los años cuarenta, una casa de paredes de cristal, la Farnsworth House en Illinois−. Estas edificaciones destinadas a la vivienda relevan a las cristalinas construcciones que causaban sensación el siglo XIX: los avances técnicos en el uso de estructuras de hierro, de fundición y de acero, ya habían permitido la edificación de gigantescas estructuras de cristal, como la efímera Crystal Palace de Londres y un poco más tarde, el Grand Palais de Paris1. En vista de estas construcciones majestuosas, el proyecto de los utopistas de principios del siglo XX parece, actualmente, más modesto, a la par que audaz: el cristal ya no debía solamente asegurar la presencia de luz natural en los halls de exposición, sino que también debía servir al erguimiento de casas de cristal para así transformar completamente la manera de vivir. Se trataba de demoler los muros de cemento, de construir en su lugar muros de cristal, de vivir en la transparencia –la vida humana en su totalidad y las prácticas más cotidianas tenían que metamorfosearse.

      Las casas en las que el cristal, sustituyendo al cemento, al ladrillo y a la piedra, ocupa un lugar absolutamente preponderante son, finalmente, poco numerosas. Sin embargo, la idea goza de buena salud en los discursos que acompañan a estas realizaciones y que, a veces, las preceden. Cuando las prácticas arquitectónicas se confrontan a los límites que imponen los materiales y las técnicas, así como a la resistencia del cuerpo, los discursos se desarrollan más libremente en lo imaginario. Un conjunto de fantasías se cristaliza alrededor de este topos. El sueño de las casas de cristal, en efecto, implica, una reconfiguración radical de la relación con los demás y de la relación consigo mismo, lo cual entraña, a su vez, una reflexión de las nociones de intimidad y de identidad. Anthony Vidler hace de la casa de cristal uno de sus lugares preferentes, suscitando un sentimiento de «inquietante extrañeza», designada por Freud como «Unheimlichkeit» (Vidler 1992): lo que recuerda a un ser o a un lugar familiar, sin ser, sin embargo, plenamente reconocible, es lo «unheimlich», lo extrañamente inquietante. La casa de cristal es un hogar («Heim», en alemán) que al mismo tiempo no lo es, porque no provoca un sentimiento de seguridad. En lugar de proteger los cuerpos que circunda, parece que los exponga a las miradas y a los riesgos. Desde el tratado La arquitectura de cristal del escritor alemán Paul Scheerbart, hasta la utopía política celebrada por Walter Benjamin, pasando por las ensoñaciones de André Breton, las casas de cristal ofrecen una reflexión libre sobre el arraigo al hogar, a la intimidad, a lo privado y sobre la posibilidad de un espacio utópico, de un lugar abierto, hasta tal punto, que dé la impresión de provocar por ello su propia desaparición.

      I. Constelaciones románticas: el universo en casa

      En 1914, el escritor Paul Scheerbart publica un tratado de arquitectura llamado La arquitectura de cristal. En ese manifiesto artístico, Scheerbart pone su fecunda imaginación de autor de ciencia ficción al servicio de una utopía inédita y la casa de cristal es el elemento clave. Los progresos técnicos recientes, que han sabido revelar las múltiples posibilidades que ofrece el trabajo del cristal, deben apoyar una revolución antropológica y cultural en la que Scheerbart deposita la felicidad de la humanidad. Y no es que Scheerbart haya sido el primero en difundir la idea: el luminoso Crystal Palace y la nave diáfana del Grand Palais han inspirado a arquitectos, escritores e ingenieros desde el siglo XIX. Así lo prueba el artículo aparecido en Revue des deux mondes [Revista de los dos mundos] en 1898, en el que Jules Henrivaux, que dirigió la manufactura vidriera de Saint-Gobain, anima a los arquitectos a darse cuenta de una vez por todas del potencial de un material todavía enormemente infrautilizado:

      Hace al menos cuatro años que se les ha mostrado a los arquitectos las nuevas prestaciones que el cristal puede ofrecerles. Puede reemplazar a la madera, al hierro a los materiales de construcción y de decoración […]. Hemos concebido, desde esta época [en un texto publicado en el Journal des Débats [Periódico de los Debates] en 1894], el proyecto de una casa de cristal. Los muros, decíamos, estarían constituidos por una carcasa de ángulos de hierro sobre la que se dispondrían verticalmente baldosas de cristal para constituir una doble pared en el interior de la cual se haría circular aire caliente en invierno y aire comprimido en verano que enfriaría los muros al descomprimirse. Los tejados serían de cristal enrejado; y, naturalmente, serían también de cristal los muros interiores, las escaleras, etc. (1898, 13)

      Si bien Henrivaux insiste sobre el carácter técnicamente realizable de su proyecto y hace valer su audacia como ingeniero, este no se ocupa de abordar las implicaciones de tal arquitectura para la existencia de sus habitantes. El tratado de Scheerbart, precisamente, responde a la pregunta que Henrivaux elude: ¿qué ganarían los seres humanos al abandonar las casas de ladrillo y de piedra y mudarse a casas de cristal? Las casas de cristal, como cualquier innovación técnica, solo es legítima cuando se convierte en una promesa de felicidad. Scheerbart comienza su tratado utopista en estos términos:

      Vivimos, esencialmente, en espacios cerrados. Estos componen el medio en el que nuestra cultura se origina. Nuestra cultura es, en cierta medida, un producto de nuestra arquitectura. Si queremos llevar nuestra cultura a un nivel más elevado, estamos obligados, nos guste o no, a cambiar nuestra arquitectura. Esto solo será posible cuando se haya desprovisto a los espacios en los que vivimos de todo lo que, en ellos, tenga que ver con el enclaustramiento. Solo podremos conseguirlo con la condición de que introduzcamos la arquitectura de cristal, que deja penetrar la luz del sol, de la luna y de las estrellas, no solo a través de algunas ventanas −sino a través de todos los muros posibles, que serán de cristal, de cristal coloreado. El nuevo entorno que crearemos nos aportará una nueva cultura. (1914, 11)2

      Scheerbart promete un hogar anónimo, perdido en la metrópolis, bañado de luz y de colores y, al mismo tiempo, la posibilidad de estar en sintonía con el cosmos. Scheerbart mantiene una relación singular con el ideal del romanticismo alemán, del cual bebe, pero ofreciendo, sin embargo, una propuesta para superarlo. El tema romántico vive en la Sehnsucht: sentimiento doble, incluso paradójico, porque designa a la nostalgia de lo familiar −la infancia, el hogar− y el deseo de lo desconocido −las lejanías radiantes o entenebrecidas−. El célebre cuadro de Caspar David Friedrich La mujer en la ventana permite ver este desdoblamiento del espacio, pero también intuir el desdoblamiento del sentimiento que provoca.

      Caspar David Friedrich, Mujer en la ventana, 1822, Alte Nationalgalerie, Berlín.
      Caspar David Friedrich, Mujer en la ventana, 1822, Alte Nationalgalerie, Berlín.

      La casa de muros opacos aprisiona y reconforta a la soñadora, a la que solo la ventana ofrece una salida al exterior. El tema del cuadro está como dislocado entre el espacio íntimo en el que el cuerpo se ancla y el horizonte en el que la mirada se posa. El arraigo al hogar es la matriz de una insatisfacción que da lugar al deseo estar en otro sitio −un deseo insaciable que ningún otro sitio podrá llenar y que devuelve ineluctablemente al hogar, último objeto de la nostalgia. El individuo romántico, soñador de lejanías o de la casa de la infancia, permanece en esta tensión irresoluble.

      Precisamente para poner fin, de un solo golpe, a la nostalgia del otro sitio y a la nostalgia del hogar, Scheerbart quiere que desaparezcan las ventanas en pro de un espacio completamente translúcido, abierto por todos sus lados al exterior. En una casa de cristal, sugiere Scheerbart, lo íntimo y lo extraño, lo familiar y lo lejano ya no se oponen, sino que se entremezclan, liberando al individuo romántico de su doble búsqueda: la del otro sitio, que se sustrae, y la del hogar perdido. El universo debe convertirse en la morada del humano, así como el microcosmos del cuerpo debe estar en resonancia con el macrocosmos, para descubrir en él su auténtico e inmutable hogar. Scheerbart propone al individuo contemporáneo, inmerso en un continuo flujo de vehículos y de señales, perdido en los laberintos urbanos, que se oriente con la ayuda de las estrellas para encontrar el último otro sitio, que es el hogar que ha sido abandonado muy rápido. La utopía que bosqueja se basa en el restablecimiento de una comunidad imaginaria sobre la que habríamos de creer que precede a la sociedad de los hombres: la comunidad futura que Scheerbart anhela es la del ser humano y la naturaleza.

      El carácter apolítico de la utopía scheerbartiana, su reticencia a afrontar directamente la cuestión de las relaciones entre las personas, hacen de ella una utopía estética que no llega hasta el final en sus implicaciones sociales. La indecisión que le es inherente −¿se trata de comenzar una revolución antropológica, cultural y finalmente social, o, más modestamente, de promover un arte profano del vitral, destinado a transformar el espacio público en un alegre caleidoscopio?− se manifiesta en el edificio del que se inspiró más explícitamente. El año de la aparición de La arquitectura de cristal, coincidiendo con la exposición del Werkbund de Colonia, el arquitecto alemán Bruno Taut, amigo de Scheerbart, al que había dedicado su tratado, realiza una casa de cristal que hace las delicias de las ensoñaciones de Scheerbart.

      Bruno Taut, interior del pabellón «Casa de cristal», 1914 (destruido desde entonces), exposición del Werkbund de Colonia. Fotógrafo desconocido.
      Bruno Taut, interior del pabellón «Casa de cristal», 1914 (destruido desde entonces), exposición del Werkbund de Colonia. Fotógrafo desconocido.

      En ese pabellón, casi por entero de cristal, el vitral se convierte en la referencia esencial, hasta tal punto, que el color y los motivos acaban con el ideal de la transparencia. La continuidad entre el interior y el cosmos que Scheerbart deseaba ver retribuido gracias a los muros transparentes queda dañada por el uso del cristal coloreado, el cual se aprecia en la fotografía en blanco y negro por su opacidad. El cristal se limita a ser translúcido, solamente el agua que fluye en cascada evoca una transparencia más radical. Los mosaicos de los cristales sustituyen las constelaciones de estrellas prometidas por Scheerbart. Si el escritor y el arquitecto se apresuran a renunciar a la transparencia de las paredes, esto es debido a que se aferran a la posibilidad de un retiro en lo íntimo. En La arquitectura de cristal, Scheerbart prevé integrar en el interior de la casa de cristal paredes de nácar para ofrecer a sus habitantes un espacio completamente privado. No es la apertura del espacio lo que le interesa en primer término, sino el tornasolado de los colores y la irisación de los cuerpos. Scheerbart ignora también el problema fundamental que la utopía de la casa de cristal, interpretada en toda su radicalidad, plantea: el de una abolición de lo íntimo, el de la supresión de las fronteras entre la esfera privada y el espacio social.

      II. «¿Quién soy?»: la intimidad habitada

      Si bien la casa de cristal de Scheerbart pretende ser el nuevo hogar del hombre desprovisto de la nostalgia del otro sitio, otros escritores plantean un cuestionamiento existencial −que se convierte rápidamente en político− sobre el valor de lo íntimo. Para trazar esta otra vía −más inquieta y, finalmente, más audaz−, hay que seguir las pistas dejadas por Paul Valéy en Monsieur Teste (publicado progresivamente a partir de 1896), y más tarde por André Breton en Nadja (1928) y, finalmente, por Walter Benjamin en Experiencia y pobreza (1933). Estos tres autores −el segundo leyó al primero y el tercero a los dos primeros− tienen en común que afrontan lo impensable de la utopía scheerbartiana. Los tres anuncian que la transparencia no es algo fácil y que para asumir este ideal es indispensable comprender la reconfiguración de la intimidad que impone.

      Paul Valéry destaca en un principio la duplicidad del cristal. En un fragmento de su «Log-book», Monsieur Teste, el enigmático héroe de Valéry, se describe como un «hombre de cristal»:

      Tan diestra es mi visión, tan pura mi sensación, tan torpemente completo mi conocimiento, y tan liberado, tan clara mi representación y tan rematada mi ciencia que penetro desde la extremidad del mundo hasta mi palabra silenciosa; y de la amorfa cosa deseada se levanta, el largo de fibras conocidas y de centros ordenados, me soy, me respondo, me reflejo y me reverbero, tiemblo en el infinito de los espejos −soy de cristal. (1960, 44)

      El «hombre de cristal» es perfectamente transparente en sí mismo: nada es un obstáculo para su mirada penetrante, para su visión perfectamente «diestra». El cristal, sin embargo, es doble y desdoblado: es la transparencia en la que la mirada se sumerge sin ser desviada, pero al tiempo es también una superficie que se refleja en el espejo. Aprehendido por su propia mirada, el sujeto de la visión se desdobla en su reflejo. La duplicidad del cristal permite a Valéry cuestionar con ironía la certeza indudable que ofrece, para Descartes, el cogito. Valéry, en efecto, apunta al desdoblamiento que opera para el sujeto desde que toma consciencia de sí mismo en el acto de pensar: del «pienso sobre mí mismo pensando, luego soy» de Descartes, Valéry hace un «me veo viendo, luego “me soy”». La reflexión, presentada como visión especular, se convierte en el proceso de disociación en el que el sujeto («yo») es su propio objeto («me»). El sujeto huye en el espejo: en el momento en el que cree aprehenderse, el ego, convertido en el objeto de la mirada, cambia de naturaleza y se escapa. Por cierto, ¿cuál es el «yo» que dice «yo soy de cristal»? Este fragmento del «Log-book», a diferencia del resto, lleva comillas: ¿quién habla pues? ¿Es Monsieur Teste, presumible autor del «Log-book»? ¿O su alter ego, cuyo «yo» descubre la imagen multiplicada «en el infinito de los espejos»? El «yo» que se refleja, dice Valéry, se revela como otro. El «hombre de cristal» ofrece la imagen de un ego que habría entendido que la identidad nace de una disyunción primera, que solo autoriza la relación de sí mismo consigo mismo.

      André Breton, al que Monsieur Teste produce una fuerte impresión, radicaliza en Nadja, la idea de una identidad de inmediato «alienada», modelada por la alteridad. Si para Valéry la relación era la del sujeto y su doble especular, y no escapaba de esta manera al solipsismo, esta relación se convierte para Breton en una relación para con los demás. El narrador de Nadja hace del cristal no la sustancia de su ser, sino el material de su habitar:

      Si por mí fuera, continuaría viviendo en mi casa de cristal, aquella en la que se puede ver en todo momento quien viene a visitarme, en la que todo lo que está colgado del techo y de los muros parece que se aguante como por arte de magia, en la que descanso por la noche, sobre una cama de cristal con sábanas de cristal, donde quién soy me será revelado tarde o temprano grabado al diamante. (1964, 18)

      Mientras que Valéry bosquejaba una silueta en peligro de desvanecimiento, de la que los espejos solo aprehendían un resplandor huidizo, Breton planea la visibilidad total de su cuerpo. En la casa de cristal surrealista ya no se toman en cuenta a los mosaicos de colores ni a la luz de los astros: el cristal, que ha de ser transparente en todos los aspectos, se convierte en el soporte de otro sueño. El proyecto de habitar el cristal está ligado a dos fantasías correlacionadas: la de una total transparencia para con los demás −«se puede ver en todo momento quién viene a visitarme»−, de la que provendría la transparencia del yo –«donde quién soy me será revelado tarde o temprano grabado al diamante». Aquí el cristal no funciona como un espejo: el descubrimiento del yo no se hace por acceso a la imagen especular, sino por la disponibilidad total para con los demás. En esa casa, en la que incluso las sábanas son de cristal, ya no hay una intimidad que no sea de inmediato expuesta a las miradas. Breton no hace sino reiterar la promesa de sinceridad que inaugura a menudo las autobiografías. Él anuncia que atribuirá un lugar en el corazón de su narración a los encuentros y a las relaciones que dan consistencia a su «yo». La casa de cristal facilita, en una imagen, la llave del enigma enunciado al comienzo de Nadja: «¿Quién soy? Si excepcionalmente me refiriera a un refrán, en efecto ¿por qué no se centraría todo en saber “con quién ando”?» (Breton 1964, 11). Si el refrán en cuestión −«Dime con quién andas y te diré quién eres»− tiene razón, entonces, serían los vínculos efímeros, o más duraderos, que un individuo mantiene en sus relaciones los que tejerían el texto de su «yo». Para responder a la pregunta «¿Quién soy?» no deberíamos buscar en la introspección, ni en el sumergimiento de lo íntimo, sino en la exposición asumida al otro, en la reivindicación de una existencia por entero relacional.

      Walter Benjamin retoma la utopía surrealista, pero la lleva hasta el extremo, con el objetivo de examinar sus implicaciones políticas. Así lo prueba su ensayo de 1933, Experiencia y pobreza, en el que propone su propia versión de la casa de cristal:

      Para Scheerbart […] lo más importante es instalar a sus personajes −y, tomando a estos como referencia, a sus conciudadanos− en viviendas dignas de su rango: en casas de cristal móviles […]. El cristal, y esto no es una casualidad, es un material duro y liso sobre el que nada hace presa. […] El cristal, de manera general, es el enemigo del misterio. También es el enemigo de la propiedad. […] Cuando penetramos en los salones burgueses de 1880, sea cual sea la atmósfera de acogedora intimidad que irradien, la impresión dominante es: «Tú no tienes nada que hacer aquí». No tienes nada que hacer ahí, porque no hay recoveco en el que el habitante no haya dejado ya su rastro: en las cornisas y sus bibelots, en el sillón capitoné y sus tapetes, en las ventanas y sus transparencias, delante de la chimenea y su parachispas. Un bonito dicho de Brecht nos ayuda a salir de ahí y a irnos lejos: «¡Borra tu rastro!» dice el estribillo del primer poema del Manuel pour les habitants des villes [Manual para los habitantes de las ciudades]. (2000, 369)

      La referencia a Scheerbart no debe confundirnos: la casa de cristal benjaminiana tiene poco en común con la vivienda de colores tornasolados que este imaginaba. Tampoco toma como modelo a la vivienda mágica soñada por Breton. Benjamin abandona al ideal estético, el cual es una pieza central para Scheerbart, y está también muy presente en la obra de Breton, para hacer de su casa de cristal una utopía claramente política. Benjamin pide a sus coetáneos que renuncien radicalmente al hogar, al espacio protegido en el que abstraerse del resto del mundo, para hacer suya la desnudez del cristal. El hogar burgués, acondicionado a imagen de su propietario, es el espacio de una sola persona, aislada en medio de sus bibelots. Para Benjamin, el ser humano del futuro tiene que deshacerse de su «interior» al mismo tiempo que de su «interioridad», es decir, de todo lo que refleja los signos distintivos de su personalidad. El interior no tiene nada que ofrecer a los seres que no pretenden imponer como herencia objetos, instituciones, obras y lecciones de vida, a las generaciones que vendrán. Aceptar no «dejar rastro» es no buscar la perdurabilidad de la existencia física, necesariamente provisoria, valiéndose de los objetos con los que se decora y personaliza el interior. La casa, más que un lugar para vivir, debe convertirse en un lugar de pasaje, en un espacio transitorio doblemente abierto: abierto espacialmente hacia el exterior, poblado por nuestros contemporáneos, pero también abierto temporalmente hacia los y las que nos sucederán.

      Esta proposición existencial está ligada directamente a una crítica original del capitalismo y de la noción clave de la propiedad privada. Al sugerir el abandono de la idea de un «interior» y, con ella, la idea de una «interioridad», por tanto, de una esfera privada, Benjamin propone que nos desembaracemos de todo, comenzando por ese hogar que arraiga al individuo en un espacio geográfico y cultural determinado, sobre el que debe demostrar su apego sin cesar. El mundo contemporáneo es un mundo sumamente móvil, el hogar solo sobrevive en lo imaginario: se convierte en el topos en el que cristalizan las fantasías de pertenencia del individuo desarraigado por los flujos de intercambio mercantiles. En lugar de vivir en la nostalgia dolorosa del hogar, Benjamin propone abrazar las posibilidades que ofrece el exilio en un territorio sin pasado como la metrópolis. El abandono del hogar, el traslado a una casa de cristal implica no solamente una renuncia a su «interior», sino también a su cuerpo, el último bastión de lo íntimo. En vista de la realidad de explotación capitalista del cuerpo y de la alienación mercantil de las existencias, Benjamin no está de acuerdo en convertir al cuerpo en un enclave −que hubiera que considerar inalienable− de lo íntimo. Así, hacer del cuerpo el fundamento de la esfera privada, reivindicar la propiedad de su cuerpo, es continuar en la lógica capitalista. El capitalismo, en efecto, afirma que el cuerpo es nuestra propiedad originaria, nuestro primer bien, y que, por ello, es posible alquilarlo, incluso venderlo en el marco de un intercambio mercantil. Para escapar a esta lógica, Benjamin propone hacer del cuerpo lo inapropiable por excelencia: ya no sería algo que cada ser humano hereda el día de su nacimiento y de la cual puede disponer libremente, sino un manojo de energías que elude la aprehensión. En lugar de buscar refugio en el yugo que representa lo «interior», último espacio en el que lo «particular» cree poder reapropiarse de su imagen gracias a los bibelots que lo rodean, Benjamin nos invita a vivir en la casa de cristal, tierra de asilo de un cuerpo evasivo que se alimenta de unos vínculos sociales que el capitalismo, según la crítica marxista, reifica3. Las casas de cristal deben permitir al cuerpo convertirse en ese espacio imposible de asignar en el que lo interior y lo exterior, lo íntimo y lo público, lo limpio y lo común se entrelazan. Desde esta perspectiva, las paredes de cristal, «duras y lisas»4 ¿tienen razón de ser? Se intuye que, para que la utopía benjaminiana se realice, esta debería salir de la casa transparente y lanzarse al mundo en todas las direcciones.

      III. Panóptica y glásnost: políticas de la transparencia

      En 1914, para Scheerbart, la casa de cristal encarnaba el ideal de un lugar al mismo tiempo familiar y cósmico, local y universal, arraigado y nebuloso. En 1928, para Breton, esta tenía el aspecto de un espacio abierto sobre los demás que acogía los encuentros improbables y las miradas cómplices. En 1933 para Benjamin, esta tomaba la forma de un espacio inapropiable que se resistía a la voracidad de la privatización capitalista. El advenimiento de los regímenes totalitarios en Europa y Rusia, sin embargo, provoca el oprobio sobre esta utopía, la cual es fácil juzgar, retrospectivamente, de inocente. Hannah Arendt, en su estudio del sistema totalitario, hace de la aniquilación de la distinción entre espacio público y esfera privada uno de los elementos esenciales de la dominación totalitaria (2005). La visibilidad total del espacio doméstico, el desmoronamiento de los muros de las casas se convierte en el símbolo de una sociedad de vigilancia despiadada sobre la que sobrevuela la amenaza de la delación. En su antología Rêver sous le IIIe Reich [Soñar bajo el tercer Reich], Charlotte Beradt relata el sueño de un médico alemán en 1934:

      Tras mis consultas, sobre las nueve de la noche, en el momento en el que me dispongo a tumbarme tranquilamente en mi sofá con un libro sobre Matthias Grünewald, la estancia, mi apartamento, pierden bruscamente sus muros. Asustado, miro a mi alrededor: no importa cuán lejos mire, los apartamentos ya no tienen muros. Oigo el bramido de un altavoz: «de acuerdo al decreto sobre la supresión de muros del 17 de este mes». (2002, 51)

      Serguéi Eisenstein, ya en 1927, señalaba la ambivalencia de la casa de cristal y anunciaba que esta podía pasar de ser una utopía social y política a adquirir, subrepticiamente, los rasgos de una pesadilla totalitaria. El cineasta ruso planeaba realizar un film titulado Glass House en un edificio de paredes de cristal. Antonio Somaini, en el artículo que dedica al proyecto de Eisenstein, subraya que el contenido utópico de la transparencia cede a su potencial devastador: «El resultado no es el establecimiento de la armonía y de la solidaridad recíproca sino, por el contrario, de la alteración total de la vida en la casa: voyerismo, vigilancia, espionaje, delación, intrigas, conflictos, crímenes, estallido de todas las pasiones…» (2011).

      La casa de cristal se pondría así al servicio de la panóptica, garantizando la dominación de los ciudadanos y ciudadanas por parte del aparato estatal. Michel Foucault en Vigilar y castigar, habla sobre lo Panóptico, la fantástica arquitectura elaborada por Jeremy Bentham, gracias a la que, desde una torre ubicada en el corazón de un rosetón de celdas aisladas, es posible vigilar los actos y gestos de los habitantes de dichas celdas sin que el vigilante sea visto: «Por efecto del contraluz, desde la torre se pueden ver las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia al recortarse sobre la luz de manera exacta. Hay tantas jaulas como pequeños teatros y, en cada uno, cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible» (Foucault 1975, 202). La casa de cristal sería entonces alcanzada por lo Panóptico; el ideal de la transparencia por la realidad de la vigilancia. El escándalo de la National Security Agency muestra que esta no solo está reservada a los regímenes totalitarios. En un contexto semejante, renunciar a la esfera privada sería claudicar definitivamente a los procedimientos de interpelación y de censura del poder.

      Sin embargo, esta aproximación de lo Panóptico no hace justicia a la utopía de la casa de cristal. Como señala Foucault, «lo Panóptico es una máquina que disocia el binomio ver-ser visto: en el anillo periférico, estamos totalmente expuestos, pero no vemos nada; ubicados en la torre central, vemos todo, sin ser vistos jamás» (1975, 203). La disociación del «binomio ver-ser visto» instaura lo que podríamos llamar, en referencia a Jacques Rancière, una «división» de lo visible jerarquizado y excluidor. Ahora bien, es precisamente esa división de lo visible −y la dominación que instaura entre los que ven y los que son vistos─ lo que la utopía benjaminiana de la casa de cristal quería cuestionar. Todo el mundo, sin excepción, estaba invitado a vivir en la transparencia, con el objetivo de restablecer la unión de la visibilidad y la visión. Todos, en la ciudad de cristal, debían ser simultáneamente observadores y observados: la reciprocidad de las miradas en ese régimen de visibilidad total debía obstaculizar los procesos de vigilancia y, por ello, garantizar la desjerarquización del cuerpo.

      La apertura de los lugares de poder al espacio público y la exposición asumida de los procesos de decisión han marcado, a menudo, la transición de los regímenes totalitarios a los democráticos: así lo atestigua la glásnost, la política puesta en marcha en la URSS por Mijaíl Gorbachov a finales de los años 80, destinada a promover la transparencia de los debates y el reconocimiento de los crímenes estalinianos. Pero, en democracia, la transparencia es el deber reivindicado de las instituciones políticas en primer lugar; en segundo lugar, y solamente en segundo lugar, y en casos particulares, el de los ciudadanos y las ciudadanas. La exigencia de transparencia política se convirtió en algo indisociable, al menos en los discursos de la protección de la esfera privada. Mientras que los ciudadanos se resguardan de las miradas en el espacio reservado de las casas, las instituciones políticas eligen el cristal. Siguiendo esta línea, el arquitecto Norman Foster utiliza el cristal en sus realizaciones arquitectónicas. El Reichstag de Berlín es un famoso ejemplo de ello.

      Norman Foster, interior de la cúpula del Reichstag, Berlín. Fotografía de d’Avishai Teicher, 25 de junio de 2016.
      Norman Foster, interior de la cúpula del Reichstag, Berlín. Fotografía de d’Avishai Teicher, 25 de junio de 2016.

      El Reichstag −lugar enormemente simbólico para la historia política alemana, ya que su cúpula fue destruida en un incendio iniciado por partidarios del nacionalsocialismo, un poco después de la elección de Hitler como canciller del Reich− gana nuevamente su cúpula gracias al proyecto de Norman Foster, presentado en 1995. La cúpula opaca del edificio original cambia a una cúpula de cristal, símbolo de la transparencia política que pretende la joven República Federal reunificada. Foster explota las posibilidades del material: las superficies transparentes de la cúpula dejan a la vista la capital alemana y, en la parte baja, al centro, muestran una parte de la sala que ocupan los diputados del Bundestag. La columna de espejos que sostiene la cúpula, reflejando las siluetas de los y las visitantes, ancla provisionalmente los cuerpos de los ciudadanos en ese espacio central de la vida política alemana. Finalmente, la cúpula de Foster recuerda un hecho que las utopías del siglo XX olvidaban con rapidez: si bien el cristal deja pasar la mirada, obstaculiza el sonido y bloquea el paso. Los ciudadanos y ciudadanas alemanes y los turistas se pasean por el edificio de cristal y admiran el skyline berlinés sin interrumpir los debates que mantienen, bajo sus pies, los diputados parcialmente visibles, pero inaudibles e inaccesibles. La transparencia aparece tal cual es: una imagen −la promesa, por el momento en diferido, de una puesta en común del espacio político.

      Conclusión

      Las casas de cristal, entendidas de manera radical, es decir, como un lugar de habitación cotidiano inscrito en la esfera urbana, crean actualmente el efecto de un sueño demente: ¿cómo aceptar el ser visto, en las situaciones más íntimas, por esos desconocidos que son nuestros vecinos? El derecho a la intimidad destaca por ser un derecho fundamental, indisociable del derecho a la vivienda. Existen algunas casas de cristal contemporáneas −un ejemplo notable es la casa House NA, realizada por el arquitecto Sou Fujimoto en Tokio−, pero la utopía política al cual se asociaba parece, según muchas opiniones, obsoleta. Sin embargo, los interrogantes que la han sustentado, y que esta ha suscitado, no lo son y merecen ser planteados de nuevo. Las casas de cristal y los problemas que producen han migrado al espacio virtual: en el contexto contemporáneo de la recolección y la compartición de información digital en Internet, la relación entre la esfera privada y el espacio social es objeto de duras negociaciones. Las fronteras entre la voluntad de transparencia y el exhibicionismo, entre la curiosidad y el voyerismo, entre la vigilancia y el espionaje se tornan porosas, el usuario es sometido al imperativo de administrar juiciosamente las condiciones de exposición de su cuerpo. La gestión de su propia visibilidad se convierte en un medio de resistencia frente a los diversos tipos de control institucional y social: el ciudadano parece no poder substraerse a la mirada inquisidora de lo Panóptico sin proveer su celda de cortinas, las cuales podría bajar y subir a su antojo. Las redes sociales ofrecen escenas en las que se exponen cuerpos ficticios; correlativamente, solo es «real» lo que se mantiene secreto. Exponerse o borrar cualquier rastro: la alternativa pone de manifiesto la escisión entre una identidad pública, cuidadosamente elaborada, y una identidad privada, que se presume auténtica porque es confidencial. La utopía de las casas de cristal encuentra su poder de cuestionamiento cuando discute las presuposiciones de semejante partición y cuando señala el carácter ilusorio de una libertad basada en el dominio de la propia imagen.

      Traducción: Alba Almenara Lorenzo

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      1. Emmanuel Alloa traza de manera sintética la evolución del simbolismo del cristal en la arquitectura, de la catedral gótica al edificio empresarial contemporáneo (2008).

      2. N. de la t.: En la versión original, texto traducido al francés por la autora del artículo.

      3. N. de la t.: O cosifica.

      4. N. de la t.: En la versión original, la autora adapta una citación «dur et lisse» [duro y liso] a la concordancia de su frase, la cual exige el femenino plural, sirviéndose de corchetes: «dur[es] et lisse[s]» [duras y lisas]. Para la traducción en español, resulta imposible conservar los corchetes sin arriesgarse a ser incongruente: «dur[as] y lis[as]».

      Barbisan Léa 0000-0002-5362-8876
      Vitali-Rosati Marcello male 0000-0001-6424-3229
      Vivir la transparencia
      Las casas de cristal: apogeo y decadencia de una utopía
      Léa Barbisan
      Département des littératures de langue française
      2104-3272
      Sens public 2019/04/01
      A principios del siglo XX, las casas de cristal fascinaban a una gran cantidad de artistas y escritores de la vanguardia europea. En un contexto de densificación urbana, el ideal de un hábitat de paredes transparentes cuestiona el valor de lo íntimo y el apego al hogar. El sueño de un espacio completamente abierto, en el que se abolirían las fronteras entre lo interior y lo exterior, lo local y lo universal, lo privado y lo común, aparece en los textos de Paul Scheerbart, de André Breton y de Walter Benjamin. De la utopía estética, las casas de cristal pasaron a ser, en función de sus evoluciones, una utopía política para, finalmente, caer en la pesadilla de la vigilancia totalitaria. Este artículo muestra las fantasías que se cristalizaron alrededor de esta utopía insólita e intenta elucidar las razones de su decadencia
      At the beginning of the 20th century, the idea of the glass house fascinated many artists and writers of the European avant-garde. Against the background of urban densification, the ideal of a house with transparent walls questioned the value of intimacy and the attachement to the feeling of homeliness. The dream of an open space where the borders between the inside and the outside, locality and universality, the private and the public sphere would vanish, pervades the writings of Paul Scheerbart, André Breton and Walter Benjamin. First an aesthetic utopia, then a political utopia, the dream of the glass house eventually transformed into the nightmare of totalitarian surveillance. This article highlights the fantasies that crystallised around this unsettling utopia and explains the reasons for its decline.
      Arts et lettres http://catalogue.bnf.fr/ark:/12148/cb12021811z FRBNF120218114
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      casa de cristal, arquitectura, transparencia, utopía, Paul Scheerbart, Walter Benjamin
      glass house, architecture, transparency, utopia, Paul Scheerbart, Walter Benjamin